Madrugamos para coger el bus que va al aeropuerto, sin saber que sale mucho más barato y rápido coger un taxi. Pero eso no lo descubriremos hasta el último día, ¡qué se le va a hacer!… En la calle, desayunan las señoras y los gatos.
Llegamos temprano al aeropuerto y nos ponemos en la cola de facturación, haciendo el chill out de rigor, expandiéndonos a nuestras anchas con nuestras mochilas a modo de cojines. Pero somos culos de mal asiento, enseguida empezamos a merodear por el aeropuerto confiando a Nacho la custodia de nuestras pertenencias y nuestro primer puesto en la cola. Cuando volvemos, por alguna misteriosa razón, se le han colado unas 300 personas, entre ellas toda una familia de thais forrados capitaneados por una señora muy Ángela Channing que porta los 300 pasaportes de toda su estirpe. La puñetera debe haberle conseguido ventanilla a todos y cada uno de sus familiares, porque ha tardado una hora, la maldita, en hacer todas las gestiones.
En la futurista sala de embarque, donde de las torres de ventilación, además de aire acondicionado sale música, nos deleitamos con piezas que van desde la cabalgata de las valquirias a la marcha nupcial, mientras asistimos al reagrupamiento de la familia Channing. Entonces, Nacho siente su momento All-bran y justo cuando echa el pestillo (la pestilla la echaría inmediatamente después) llaman para embarcar. Iker le rescata de sus quehaceres excretales y subimos al avión. Nacho y yo nos habíamos drogado con unos tranquilizantes que habíamos comprado en el MBK el día anterior. Primero entorné los ojos, luego sonreí estúpidamente y por fin me sumí en un sueño profundo hasta que me desperté congelada y más colocada que Maradona. Nacho, mientras, puso cara de “DinA-4”, me agarró la mano como si estuviera a punto de parir septillizos y empezó a sudar y a cagarse en todo lo que se menea. Mientras, Iker y Eva hablan de lo humano y lo divino y de lo oscura que es el agua del río Chao Phraya, que atraviesa Bangkok.
Tras una hora de vuelo, Vietnam empieza a mostrarnos sus preciosos arrozales. Aterrizamos en Hanoi y yo sigo con ese puntito que me hace sentir genial y ver hasta bastoncitos de caramelo. Como buenos guiris presuntamente infecciosos, pasamos el control térmico, que parece un control de auras. No tenemos fiebre, nos entrará justo después al ver la cola de inmigración. Cambiamos unos cuantos dólares por dongs vietnamitas y nos sentimos multimillonarios con los bolsillos repletos del jeto de Ho-Chi-Minh en todos los colores. Entonces, aparece un tipo que me pregunta si yo soy Alyson. Nos descojonamos porque en Bangkok un tío me dijo que me parecía a Shakira (y eso que no me había visto bailar, que si no, como 2 gotas de agua). Así que estos hijos de puta me empezaron a llamar «Alyson Shakira».
Cogemos un microbus para ir a la ciudad, señalando al azar un hotel en la guía. El tío nos cobra 22.000 dongs (36.000 hochiminhes = 1 euro) pero al guiri que se sube el último le cobra 50.000. Cuando nos dice que le parece un poco caro y le contamos lo que hemos pagado nosotros, el guiri protesta y el conductor se hace el sueco con tanto éxito, que entre eso y el aire acondicionado, me cuentan que he aterrizado en Malmö y me lo creo.
En el microbús también va una pareja de australianos. Ella raja por los codos y nos dice que Laos es el más bonito de los países del Sudeste, justo el que no vamos a ver ¬¬. Nos empiezan a molestar los pitidos del conductor. El cabrón no levanta la mano del claxon. Enseguida nos damos cuenta de que es lo que se estila. Para qué mirar por el retrovisor o poner señales de tráfico, si se puede ir gritando ¡aquí voy yo, abran paso!. En la carretera, motos y más motos. Empiezan a subir vietnamitas al autobús para ofrecernos alojamiento. O más bien, para “secuestrarnos”. Ninguno de los pasajeros del microbús fue llevado al hotel al que quería ir. Total que nos plantaron en un hotel cualquiera, como debe haber millones en Hanoi, y cogemos dos habitaciones dobles con aire acondicionado por 15$ la noche, ¡yeah!
Después de dejar nuestras cosas en el hotel salimos a la calle. Ahí tengo mi primera experiencia con los vendedores vietnamitas. Me interesé por una gorra, me rebajó ocho veces el precio y me persiguió media hora hasta que se la compré. Después de cotillear en varias agencias, vimos que los precios de nuestro hotelillo para las excursiones eran mejores, así que decidimos ir a comer y volver a negociar allí.
La comida fue deliciosa. Me comí unas berenjenas que aún me causan orgasmos mentales cuando pienso en ellas. Al final hicimos el ridículo porque pensamos que habían sumado mal la cuenta y que nos querían estafar 10.000 dongs (la escalofriante cantidad de 30 cts de euro XD), e Iker y yo hicimos el cálculo 80 veces mal para irnos abochornados al hacerlo por enésima vez delante del camarero y acabar dándole la razón. Eva y Nacho, que se lo olían, esperaron pacientemente en la calle mirando los pajaritos que tenían en la puerta del restaurante, que eran preciosos.
Decidimos contratar las excursiones que nos ofrece el hotel y al intentar pagar empiezan los problemas: la American Express de Nacho no funciona. Nacho empieza a estresarse y a ponerse más malo de lo que estaba (esos aires acondicionados son peor que el general Caster en una reserva Sioux) y paga en dólares, sin pararse a pensar qué ocurriría cuando se le acaben… Después nos metemos en un mercadillo callejero, atestado de gente, donde se vende de todo, especialmente ropa cutre y artesanías varias, a cuál más chula. Después de un rato curioseando, Nacho y Eva deciden irse al hotel, porque están mayores. Iker y yo nos metemos por las calles más sucias, infectas y oscuras que encontramos. Somos los guiris pardillos que pagan con billetes enormes y llevan las cámaras colgadas inocentemente de nuestro hombro. Iker se compra una cometa de dragón más grande que el avión de Air Asia que nos había traído por la mañana. Llegamos al lago, que de noche, tiene una pinta pésima.
Cruzar la calle en Vietnam equivale a cruzar la Plaza Mayor el día de Reyes con 8 millones de viejos haciendo cola para que les den un trozo de roscón gratis, es decir, más peligroso imposible. El truco es cerrar los ojos y echarte al asfalto esperando que al menos repatrien tu cadáver. Las señales, en especial la de dirección prohibida, son tan ignoradas como decorativas y los peatones son potenciales daños colaterales a esquivar. Totalm que viendo que no nos atrevemos a cruzar la calle, llega un tipo cachondísimo con un ciclo-taxi al rescate. Después de darnos la vara durante diez minutos, nos convence para darnos la vuelta al lago. Fue una risa, con motos por todas partes y nosotros descojonados. Al final le dimos propina por ser tan majísimo. Decidimos dar una vuelta más y nos perdemos. Pasamos por unos billares en los que unos vietnamitas malotes nos perdonan la vida después de escanearnos de arriba a abajo. No hay farolas, y una vez que cierran las tiendas, ya no se ven ni las cucarachas. Estábamos perdidos y no sabíamos dónde estaba el hotel, y estaba justo en la misma calle donde nos encontrábamos, pero habían echado la chapa y como la calle estaba a oscuras, parecía un lugar distinto. Después de golpear la trapa, nos abrió un chico que estaba durmiendo en un jergón tirado en el suelo. Subí a la habitación donde Evita me contó su trágica noche….