Diario de Sri Lanka – Capítulo 8 (Sigiriya – Kandy)

Nos levantamos pronto y subimos al palafito a desayunar mirando la increíble roca de Sigiriya. Cuando estamos terminando, aparece una pareja de vejetes franceses que nos acribillan a preguntas. No tienen ni puta idea de Sri Lanka, ni guías, ni mapas ni nada. Le dejo el mapa de la guía a la abuela y me lo mancha de mermelada. Empieza a hacerme mil preguntas así que le hago una ruta completa, confiando en no perder la mañana entera. La abuela empieza a tomar notas y no suelta la guía. Ya hemos perdido casi una hora así que les decimos que tenemos que ponernos en marcha porque está empezando a hacer un calor de muerte y tenemos que subir la roca de Sigiriya, la mayor atracción arqueológica de Sri Lanka. Después de organizarles el viaje de sus sueños, los putos gabachos no nos dicen ni un triste merci.

Desayunando con estas vistas

El vejete de la guesthouse insiste en que podemos ir andando a la roca, que «está a sólo siete minutos». A siete minutos no está, pero sí a veinte, así que vamos andando. Unos carteles nos advierten de que tengamos cuidado con los cocodrilos. Afortunadamente no vemos ninguno, pero sí unos lagartos enormes, que caminan mirándonos con desdén.

 

Después de pagar la carísima entrada, a precio de risa para los locales, entramos por fin el espectacular recinto, de uno de los lugares, considerado justamente, más bellos del mundo. La roca sagrada es producto de una erupción de magma endurecido de un volcán extinto. Se eleva 370 metros sobre el llano circundante, visible a kilómetros desde todas las direcciones. La roca es escarpada en todos sus lados  y tiene una cima plana que se inclina gradualmente donde se asentó un fabuloso palacio del que se conservan algunos restos. Aunque originalmente fue un lugar de retiro y meditación, se convirtió en el palacio y fortaleza del rey Kashyapa entre el 477 y el 495, tras el asesinato de su padre. A la muerte del rey parricida Kashayapa, Sigiriya se convirtió en un monasterio budista que perduró hasta el siglo XIV. Después cayó en el olvido hasta que en 1828 fue descubierto.

Por el camino principal que conduce en línea recta a la roca, varios carteles nos avisan de la presencia de avispas. Soraya, que es alérgica a su veneno, se pone tensa. Pero enseguida aparecen un montón de monos por todas partes. Entonces me pongo tensa yo.

La espectacular mole se asienta sobre unos enormes jardines de agua, de los más antiguos del mundo, perfectamente trazados, que hay que atravesar antes de ascender los 1200 escalones para coronar la roca. Pero es a mitad de la ascensión, es decir, a un centenar de metros del suelo donde el viento golpea con fuerza, donde se encuentra su mayor tesoro, los bellísimos frescos que muestran unas ninfas con los pechos al descubierto que fueron pintadas en el siglo V durante la propia construcción del palacio y la fortaleza. Nos quedamos alucinadas con los trazos y con las expresiones de las ninfas, sobre todo comparándolas con los dibujos que se hacían en esa misma época en Europa.

Sólo se han conservado veintiuna pero algunos escritos hablan de quinientas mujeres que antiguamente cubrieron la mayor parte de la cara occidental de la roca, ocupando un espacio de ciento cuarenta metros de longitud. Las damiselas de Sigiriya maravillan a los viajeros desde los primeros siglos de nuestra era, como atestiguan los «grafitis» escritos en un muro cercano en lengua pali, y que nos costó encontrar, la verdad.

Seguimos subiendo luchando contra el viento y descubrimos con terror varios avisperos colgados de la roca del tamaño de mi casa. Soraya entra en estado de pánico y de ahí al terror absoluto cuando llegamos a los pies del león, donde descubrimos varios refugios contra las avispas, que revolotean encima de las papeleras y persiguen a los turistas atrapados en las escaleras. La roca de Sigiriya también es conocida como la Roca del León, del que solo quedan las dos impresionantes y poderosas garras que emergen la piedra. La puerta del león abre paso al último tramo de escaleras hacia la cumbre, donde se encontraba el palacio, al que le rodeó un doble foso con miles de cocodrilos.

Llegamos por fin a la cumbre, donde se asentó el palacio. Sólo quedan ruinas pero las vistas son preciosas. El viento es fortísimo, algo que no es impedimento para que una vienesa loca y un poco gorda hiciera toda clase de poses contorsionistas y absurdas al filo de lo imposible. La sufrida fotógrafa que seguía pacientemente todas las indicaciones de la vienesa loca, resultó ser una chica de Bilbao, la chica que había escrito en el cuaderno que nos enseñó el guía plasta de Mihintale el día anterior. La bilbaína nos contó que en realidad el tipo era un plasta y que acabó hasta el gorro de él, pero que le puso cosas buenas para que se quedara contento y no le diera más la brasa.

Después de disfrutar largo rato de las vistas y exprimir la imaginación para diseñar de nuevo el palacio a nuestro antojo en nuestras cabezas, descendemos y decidimos ir al museo, más que nada por amortizar el abusivo precio de la entrada. El edificio del museo es espantoso y el museo muy poco atractivo, así que duramos muy poco dentro.

Estoy muy cansada y le digo a Soraya que pillemos un tuk tuk hasta el Ahisa, donde cenamos la noche anterior. Ella refunfuña porque dice que está cerca, y realmente lo está, así que en cinco minutos hemos llegado.

En la mesa de al lado se sienta la sufrida vasca y la austriaca loca, que se pasa la comida repasando sus fotos absurdas porque se ama mazo. Comemos y volvemos al hostel para recoger nuestras cosas y poner rumbo a Kandy. El vejete nos dice que sólo hay un autobus al día a Kandy que, por supuesto, ya hemos perdido, así que no nos queda otra que tirar para Dambulla, que está mucho mejor comunicada. Pero la suerte nos sonríe. No hemos andado ni 3 metros con la mochila a cuestas cuando en ese momento llega un tuktuk con dos guiris que se quedan en la guesthouse. El conductor tiene que volverse a Dambulla sí o sí, así que nos lo deja en 300 rupias en lugar de los 750 que les ha cobrado a los guiris. Como seguimos teniendo una flor en el culo, el conductor nos grita que bajemos corriendo, que nuestro bus está saliendo y subimos echando leches. Nos sentamos separadas, cada una con su paisano, que nos miran de reojo y nos sonríen. El bus lo preside un buda muy festivo con montones de lucecitas de colores que parpadean sin cesar. La música, como buda manda, a tope, no sea que alguien se vaya a dormir o algo…

La entrada en Kandy nos sorprende mucho, está llenísimo de concesionarios de coches. Parece una gran ciudad, cosa que siempre está bien. Al llegar a la estación los «tuktukeros» saltan sobre nosotras como aves de rapiña. No tenemos ni puta idea de a dónde ir y se está haciendo de noche, cosa que los aguilillas tienen muy claro. Lo vemos en sus ojos, cuyas pupilas se han transformado en el símbolo del euro. Nos señalan los hoteles de la colina, pero los tuktukeros nos quieren tangar. Parece que están muy lejos (pero sólo lo parece) así que como intuimos que nos están viendo cara de pardillas pasamos de todos y echamos a andar. Hay uno calvo especialmente plasta que nos persigue. Entonces descubrimos la calle principal llena de tiendas, restaurantes, cafeterías, cajeros automáticos ¡qué maravilla! Yo ya amo Kandy. Sólo llevo apuntado un hotel, el Cassamara, recomendado por el rincón de Sele. Aunque intentan despistarnos y meternos en otros sitios, después de dar varias vueltas conseguimos llegar. La recepcionista es como Ángela Chaning y más antipática y estirada que su puta madre. Subimos a ver la habitación. Está bien, pero tampoco es la bomba y nos piden 8000 rupias!!!! Y se niegan a regatear y nos dicen que nuestras mochilas molestan en el suelo y nos miran mal. Así que nos vamos muy dignas. El «tuktukero» calvo se alegra de vernos y se pone tan plasta que accedemos a ver lo que nos ofrece, que es un puticlub. Al menos eso indican las luces, la decoración y las habitaciones sin ventanas ni ventilación entorno a un espacio central donde está la putirecepción. Quizá ya no era un puti, pero sin duda, algún día lo fue. Le decimos que no nos gusta y nos rebaja el precio. Pero no se trata de precio, sino de que en ese patio de vecinas es imposible dormir.

Salimos a la calle y el calvo sigue empeñado en llevarnos a la colina, pero como no nos deja en paz, echamos a andar ignorándole, pese a que nos asegura que todos los hoteles de la ciudad están completos y que no vamos a encontrar nada.

Es hora de sacar la guía. Se supone que cerca de donde estamos se encuentra el Olde Empire, «un lugar con encanto» a un paso de El Diente Sagrado de Buda, el Vaticano de Ceilán. No tardamos en encontrarlo y parece un lugar buenísimo y terrible a la vez. Hay zonas maravillosas de hotel colonial y otras que dan mucho miedo, empezando por el staff con una media de edad de unos 89 años. El vejete de la recepción nos dice que no les quedan habitaciones con baño, pero que nos dejarán un baño que está al final del pasillo sólo para nosotras. Juas. Era el baño de los cocineros. La habitación, que está en la terraza, es genial y nos hace sentir como señoritas inglesas decimonónicas, señoritas que tienen que ir a cagar al fondo del pasillo y ducharse con agua gélida. El vejete es duro de roer y no regatea, aun así, le hago gracia porque soy tan cabezota como él y me hace un descuento ridículo por dos noches más en una habitación con baño para los dos próximos días. Nos caemos bien mutuamente así que cerramos el trato.

Después de dejar las cosas en la habitación salimos a cenar a la calle principal. Después de discutir qué manjar elegir, decidimos entrar en el restaurante indio del White House, donde tengo varios orgasmos. ¡Oh, sí, qué rico! Aún ahora que estoy escribiendo esto, estoy salivando.

Kandy está lleno de pastelerías y eso hace que adoremos esta ciudad. Decidimos celebrar nuestra felicidad brindando en el The Pub, un garito al estilo occidental frecuentado por guiris y locales con mucha pasta, en un segundo piso con terraza. A nuestro lado un ceilandés borrachísimo intenta provocar a todo el que tiene a tiro, por eso habla en inglés, para que los guiris no se pierdan ninguna de todas las gilipolleces que dice. Lo tenemos al lado y no hace más que decirnos paridas para llamar nuestra atención. Pasamos de su culo, pero yo me estoy empezando a cabrear, porque el tío se está empezando a poner impertinente. Otros tres locales que están en la mesa de detrás se ríen de sus chorradas de borracho, pero la cosa pasa de ser graciosa a muy embarazosa, cuando entra una chica rubia con un chico negro y el tonto del culo dice en alto: «¿Te gustan los negros, rubia?»  Ese tío estaba buscando que le hicieran una cara nueva, pero por suerte para él, la pareja opta también por ignorarle. Así que ahí estamos nosotras, dos tías solas y guiris como su blanco principal y preferido. Entre el mar de memeces que balbucea, escuchamos «pussy» en una de cada tres palabras. Y sí, precisamente es el pussy el que se me está hinchando por segundos. Le ignoramos con tal descaro que el tipo se está cabreando y el muy subnormal quema a un pobre camarero con el cigarro. No entendemos cómo no han echado ya a semejante espécimen que está molestando a la terraza entera y quemando al staff. El tío empieza a ponerse faltón y nosotras nos reímos pero sin mirarle, cosa que le cabrea más. Así que harto de ser ignorado, el subnormal por fin se pira no sin dedicarnos un «fuck you very much» a voces según sale por la puerta… puerta que se vuelve a abrir para dedicarnos un «fuck you again». La terraza ríe aliviada de que se haya marchado semejante almorrana, pero el tío desde la calle sigue mirándonos y dedicándonos varios «fuckyous» esperando que le respondamos para volver a subir y liarla. Frustrado porque ni aun así consigue que le miremos, comienza a tambalearse por la carretera. Toda la terraza espera con ansia que pase un coche y lo convierta en una pegatina, pero el hijo puta tiene suerte y todos los coches lo esquivan. Le cuesta diez minutos llegar a su moto, aparcada en la acera de enfrente. Tal como va, va a terminar estampado en algún lado fijo, algo que nos reconforta. Se pone el casco y… ¡vuelve! La gente se descojona. Vuelve a darse la vuelta. No sabe dónde está. Después de hacernos albergar ilusiones de verlo aplastado como una cucaracha, desaparece de nuestra vista. Terminado el show decidimos volver ya al hotel no sin antes abastecernos de agua. Entramos en el Food City, una maravillosa cadena de supermercados con gran variedad de productos y un aire acondicionado que terminaría con el calentamiento global. Y a la salida ¿con quién nos encontramos? ¡Tachán! Con el borracho cretino. El hijoputa no había conseguido arrancar la moto en la media hora que hacía que se había largado del bar. Afortunadamente no nos ve. Dudamos si esperar a ver cómo se produce el impacto contra cualquier cosa de la calle, pero decidimos que no merece la pena.

Son más de las diez y Kandy ha muerto. Todo ha cerrado… hasta nuestro hotel. Una verja antipática nos dice que hemos trasnochado mucho. Flipamos. Llamamos al timbre y después de unos largos minutos donde ya nos hemos hecho a la idea de dormir en la puta calle y ser, además, atropelladas por el borracho, un vejete emerge de la oscuridad para abrirnos la reja, tan chirriante como sus huesos.

Emprendo el viaje al cuarto de baño. Pongo mi candado en la puerta para no ser sorprendida por alguno de los vejetes con problemas de próstata mientras me ducho. El agua sale congelada. Tiritando vuelvo a la habitación por el oscuro pasillo. El suelo de madera cruje a cada paso. Cuando voy a entrar en la habitación oigo una voz viejuna refunfuñando en ceilandés. Son de los dos viejos que duermen en la terraza. Me meto descojonada en la habitación con Soraya, cruzando los dedos para que los vejetes no ronquen mucho.

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