Diario de Sri Lanka – Capítulo 5 (Trincomalee – Habarana – Polonnaruwa)

Los niños indios nos despiertan de nuevo, eso sí, una hora más tarde que ayer, después de una noche fatal, en la que el retrete se ha convertido en mi mejor amigo. Acompaño a Soraya a desayunar y saco mi manzanilla para emergencias. Los camareros no acaban de entender por qué me traigo mi propia bolsita de «té» al país donde se produce el mejor té del mundo. Soraya me insiste en que me tome un zumo de limón. Les digo que me lo hagan con agua mineral. Se lo explico a todos los camareros y cuando parece que por fin me han entendido, me traen un vaso de agua del grifo con limón exprimido y una botella de agua mineral… En fin. Me lo tomo. Salgo disparada al baño. Poto. Saco mi suero para emergencias y lo echo en la botella de agua que no había pedido. Menudo viaje me espera. En la recepción del hotel nos encontramos con unos suizos muy simpáticos que me dan sus pastillas para la diarrea, pero les digo que no hace falta, que ya sé yo lo que me tengo que tomar.

Cogemos un tuk tuk hacia la estación de autobuses de Trincomalee. Allí preguntamos por bus el que va a Habarana, donde tendremos que cambiar y coger otro hacia Polonnaruwa, nuestro destino. Como somos chicas con clase, nos encanta ver que nuestro bus es «semiluxury». Los asientos están plastificados, lo que provoca que con el calor, la piel de nuestra espalda abrasada por el sol que no cubren nuestras camisetas, se pegue al plástico, así que o te quedas envasada al vacío con el asiento o te despellejas viva cada vez que intentas moverte. Qué suerte tenemos de haber pillado el bus en el inicio de la ruta, porque se llena de gente. La música a tope, y como sucederá de ahora en adelante, nosotras debajo del único altavoz que funciona.

De repente nos avisan de que nos tenemos que bajar a toda prisa. Estamos en Habarana. Nos lanzan las mochilas y enseguida nos acecha un buitre. Yo contaba con que llegaríamos a una estación, pero nos han dejado en medio de una calle, así que le pregunto al buitre que dónde se coge el bus a Polonnaruwa y nos dice que nos lleva por 200 rupias. Soraya dice que tiene que estar al lado. Echamos a andar buscando una estación. Unos chicos nos señalan dónde es, pero no vemos ninguna estación, sólo una parada de autobús, y sí, era ahí, a tan sólo unos cientos de metros girando la calle.

Hace un calor de mil demonios, vamos cargadas con las mochilas y el sol pega de lleno en la parada. Es  hora de comer, y Soraya tiene hambre. Así que preguntamos a un señor dónde se puede comer por allí (en Sri Lanka, por lo menos de momento, no es fácil encontrar un restaurante, allí no es costumbre, como sí lo es en muchos otros países de Asia, comer fuera de casa). El señor nos dice que hay uno buenísimo caminando cuesta arriba y que nos lleva, si queremos, en su flamante pick up de lujo (no entiendo de coches pero este era la bomba). – ¿»Nos marcamos un Pekín Express?», nos sugerimos mutuamente, así que echamos las mochilas a la parte de atrás y nos subimos al coche. En apenas unos minutos llegamos al sitio, que tiene muy buena pinta. Es claramente un restaurante para guiris, y allí nos encontramos unos cuantos japoneses entraditos en años. El nombre del sitio es de coña, ACME. Es un buffet con comida sólo del país. ¡Maldita sea mi estampa! Todo tenía una pinta muy picante y deliciosa, pero no parecía muy prudente meterme semejante festín teniendo el estómago al revés. Así que mientras yo me como un aburrido arroz blanco regado con suero Casen, Soraya se levanta una y otra vez a rellenar su plato de delicias multicolores, que además de riquísimas son hasta bonitas de ver. ¡Cómo la odio, Dios! Esta tía puta no se pone mala nunca y fijo que no vamos a pillar un sitio con tan buena pinta y tanta variedad en el resto del viaje (así fue). Tanta envidia me dio, que incluso fui a ver cómo eran las habitaciones del sitio, que también ofrecía hospedaje, con la idea de resarcirme por la noche si me encontraba mejor. Pero las habitaciones eran un poco depres, así que decidimos seguir con el plan y seguir hacia Polonnaruwa para pasar la noche allí. Así que nos plantamos en la carretera, al rachisol, a esperar el bus, cuando de repente para un jeep. Un tipo simpático que se llama Capil (o así suena) nos dice que si queremos ir a Minneriya a ver los elefantes, ¡en ese mismo momento! En realidad nos da un buen precio y nos ofrece llevarnos después a Polonnaruwa. Como es el primero con el que hablamos, y nos parece un poco precipitado sin haber consultado más ofertas, le decimos que quizá mañana.

Llega el bus. Nos sentamos en la parte de atrás para no molestar mucho con nuestras mochilas. El revisor de repente señala a la ventana del lado derecho. Hay un lago enorme y decenas de elefantes alrededor. Se nos llenan los ojos de lágrimas y se nos hace un nudo en la garganta. ¡Qué maravilla, qué preciosidad! Ver esos animales enormes en libertad nos impresiona muchísimo. El elefante es uno de mis animales preferidos, porque me parecen prehistóricos, mágicos, poderosos y misteriosos. Los viajeros del bus nos miran y nos sonríen orgullosos. No es para menos.

Después de un rato, nos avisan de que nos bajemos corriendo, que ya estamos en Polonnaruwa. Allí varios tuktukeros se abalanzan sobre nosotras, pero uno, claramente, toma la delantera. Aún no lo sabemos, pero se va a convertir en nuestra pesadilla.

El tipo nos resulta un poco plasta, porque habla por los codos y es muy insistente. Nos lleva a una casa de huéspedes realmente barata, pero un poco deprimente, porque es muy oscura. Eso sí, la señora, que es simpatiquísima lo tiene todo impoluto. Como yo todavía me encuentro regular y me da palo al salir de la habitación y encontrarme a toda la familia viendo la tele, le digo al tuktukero que quiero ver alguna cosa más.

Nos subimos al tuk tuk. Le digo el nombre de un hostel del que he oído hablar bien, pero me pone muchas pegas, que si es caro, que si está lejos… para a continuación alabar las maravillas del Manel Guesthouse, al que vamos, y que también le he sugerido yo. El tuktukero nos ha dado ya la caca para que vayamos a visitar las ruinas al día siguiente con él, pero ni nos convence el precio, ni nos convence él, que es muy plasta y cargante. Subimos a ver la habitación y nos la quedamos después de un regateo salvaje. Hay como dos mil millones de mosquitos porque estamos al lado de un lago enorme. Nos entretenemos en la habitación un buen rato, haciendo tiempo para que se largara el tuktukero, ya que nos insistió en que nos llevaba «gratis» al hostel. Bajamos a dejar los pasaportes en recepción y ahí sigue. ¡Qué pesado! Vuelve a hablarnos de la ruta por las ruinas por el «módico» precio de 2000 rupias, o sea, 12 eurazos sumados a los 50 dólares de las dos entradas. Ni de coña. Le decimos que no lo vemos nada claro y que mañana ya lo buscaremos si nos animamos, porque ya sabemos donde para. Pero el tío no se larga. Seguimos a nuestro rollo y cuando se aburre se va. Por fin.

Se está haciendo de noche, así que salimos a aprovechar la última hora de luz para ver el lago. Vemos un gatito monísimo. Nos cuentan los tuktukeros que tiene cinco meses y que vive ahí en la calle. Y entonces, ¡tachán! de repente aparece otra vez el tuktukero plasta. Nos vuelve a dar la caca, y nos dice que si vamos a ver una tienda de maderas o no sé qué pollas. Le decimos que no, que vamos al lago y nos indica por dónde ir, y sobre todo, por dónde no ir, de quién nos debemos fiar y de quién no. Nos empieza a cargar seriamente que nos marque todo lo que debemos o no debemos ver o hacer, así que ya un poco enfadada le digo que vale que gracias y que ¡ADIOS!

Al final de la carretera vemos un tuk tuk. El conductor es un tipo muy bajito y gordete, con cara de simpático y habla muy bajito. ¿Por qué? Enseguida lo sabremos. Le preguntamos cuánto cuesta ver las ruinas en tuk tuk y nos lo deja en 800 rupias, 1200 menos que el tío coñazo que… ¡está dos metros detrás haciéndonos gestos para que no hablemos con el de la competencia! ¡¿Pero de qué coño va?! ¿Nos está siguiendo? Me empiezo a cabrear seriamente. Total, que le ignoramos descaradamente y quedamos con el señor majo, en un punto de encuentro para el día siguiente. Nos alejamos. Fijo que va a haber movida entre ellos.

El sol se sumerge en el lago y el cielo ¡se llena de murciélagos! Son cientos de ellos y dan un poco de miedo porque son de una envergadura impresionante. Hay un hombre bañándose en el lago, y como nos quedamos mirándolo enseguida nos invita a bañarnos con él, juas. Una familia con sus niños, se para frente al lago a ver la puesta de sol y cuando acaba el espectáculo se suben todos a la moto y se van.

Volvemos por la carretera y de nuevo está ahí nuestra pesadilla. Ahora el plasta nos dice que el otro conductor con el que habíamos hablado es un ladrón, y que es lo peor, y que mató a Kennedy y etc. No le hacemos ni puto caso y yo ya le miro fatal y le digo que «we are free to do what we want». Seguimos caminando ignorando a esa almorrana y de repente vemos al otro conductor. El plasta se vuelve loquísimo y empieza a gritarnos que es un ladrón y que llamemos a la policía. Viendo que se va a liar parda, nuestro conductor nos dice que subamos corriendo al tuk tuk. El zumbado empieza entonces a gritar en ceilandés. Nos ponemos en marcha a toda prisa. El tuktukero dice que podemos preguntar en la poli por él y por el otro, que allí todo el mundo sabe quién es quién. Le decimos que no nos hace falta, que está claro que el otro tipejo es un acosador y un gilipollas y que no queremos ni verlo. Me dan ganas de ir a la poli, pero para denunciarle por acoso. El tuktukero normal nos deja en el hotel. Los de la recepción nos preguntan que qué ha pasado y se lo contamos todo. Nos dicen que el zumbado se comporta así con todos los guiris y que no van a dejar que se vuelva a acercar más por el hotel porque les espanta a los clientes. Entonces, uno de los chicos de la recepción señalan a la carretera ¡¡¡está ahí, vigilándonos!!! Así que cenamos con el zumbado observándonos desde la acera de enfrente, hasta que se aburre y se va a dar el coñazo a otra parte.

En la mesa de al lado hay tres alemanes que han escuchado toda la historia. Ellos ya llevan días viajando por Sri Lanka así que les pedimos que nos recomienden alojamiento para Sigiriya, nuestro siguiente destino. Ellos ya han estado en Ella, y como me aterrorizan las sanguijuelas y sé que allí hay muchas, les pregunto si han tenido alguna experiencia con esos bicharrales. Entonces la alemana rubia (la otra era negra) saca la cámara y me ensaña una foto de sus piernas chorreando sangre ¡¡¡Diox!!! Me quiero morir. Me dice que estuvo sangrando durante dos horas. ¡¡¡Qué asco!!! Los pobres tenían mala suerte porque nos contaron que en Nilaveli les echaron a los siete que eran, del hotel White Sands porque no quisieron contratar ninguna excursión. Así que apuntároslo en lista negra.

Después de una charleta sobre temas más agradables me subo a dormir, que todavía estoy floja. En el baño me encuentro un sapito amarillo. Le pido a Soraya, que es muy valiente, que lo saque de ahí, y la tía va directa a cogerlo cuando le digo que puede ser venenoso. Así que coge una bolsa, y el sapo sí debía tener mala baba, porque manchó la bolsa de amarillo, lo que no da muy buen rollo. Soraya se vaya a seguir charloteando. Yo me meto en la cama, confiando en que las espirales antimosquitos hagan bien su trabajo y en que mañana la cagalera y el tuktukero loco sean solo un mal recuerdo. Zzzz Zzzz Zzzz

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